Hace un tiempo atrás
nuestro buen amigo y columnista de esta publicación, Rudy Catoni nos envió un
artículo, con el título que tomamos para esta editorial, de Roberto Bardini
publicado en julio de 2002 en “Tiempos de Reflexión”, por la vigencia actual
del mismo, creo oportuno transcribir gran parte del mismo para consideración de
nuestros lectores:
El futuro ya llegó y no es cómo lo imaginábamos
décadas atrás. Este futuro que ya está aquí y que no conquistamos, no es ni
remotamente como lo presentaban en los años 50 y 60 las revistas de
historietas, las novelas y las películas de ciencia ficción. Julio Verne y H.
G. Wells se quedaron cortos.
El hombre llegó a la Luna y a Marte, pero en la
Tierra descendió a los infiernos. Por ningún lado se ven–ni siquiera en Estados
Unidos o Europa– los avances científicos y tecnológicos al servicio de la
humanidad, el súper confort en casas con artefactos sofisticados, los afanosos
robots preparando un jugo de naranja sintético en cocinas híper esterilizadas.
Y de socialismo o comunitarismo o igualitarismo, ni hablar.
El futuro ha llegado y continuamos haciendo lo que
vienen haciendo otros desde la época de Espartaco: llorar a nuestros muertos y
jurar venganza. O pedir justicia, que es la venganza reglamentada.
Este futuro en el que estamos ni siquiera se
aproxima al desalentador Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Es casi un
retorno a la Edad Media.
Lo de la Edad Media en el nuevo milenio no es una
comparación pesimista. Es parte del nuevo orden mundial que supimos conseguir.
O que no logramos evitar.
La realidad está en las calles, la nueva jungla.
Unos tienen los celulares, la escopeta de perdigones, los archivos manejados
por computadora y la orden de tirar a matar. Están al servicio de los que viven
en el castillo y comen. Otros –la mayoría, los que reciben los perdigones–
viven en cuevas, tienen hambre y esgrimen el hacha de piedra. A diferencia de
los salvajes antiguos, no entonan cantos de guerra porque ni siquiera tienen
fuerzas para cantar. Pero la guerra está ahí.
Desde hace muchos años sociólogos, arquitectos,
urbanistas e inversores vienen trabajando en función de la nueva ciudad del
medioevo futurista. Esta ciudad posee algo más que torres, fosos y puentes
levadizos. Cuenta con vigilancia privada, puertas blindadas, circuitos cerrados
de televisión, cercas electrificadas.
Los indicios están a la vista. Se ven en los
barrios cerrados de las afueras de Nueva York, Buenos Aires, San Pablo y
México. De un lado, el castillo feudal; del otro, las hordas bárbaras. En el
medio o en los alrededores, las villas miseria, las favelas, los cantegriles,
las llamadas “ciudades perdidas”.
Para prevenir –y fundamentalmente reprimir– ahí
están los robocops de gatillo fácil, reclutados entre el lumpenaje de
provincia o de arrabal argentino, brasilero o mexicano.
En la baja Edad Media la estratificación de hombres
y actividades era rígida: no existía movilidad social. No se ascendía a otra
clase pero tampoco se descendía. Pero contra todo lo que machacaron los
filósofos e historiadores liberales, las relaciones entre los hombres estaban
perfectamente reglamentadas y existía cierta armonía social. Si faltaban
alimentos, todos pasaban hambre. Si surgían epidemias, todos se enfermaban. Si
había guerra, todos peleaban.
En la ciudad feudal nadie mataba de noche a ninguna
persona para robarle el equivalente a una pizza, el reloj de plástico o el
calzado Adidas.
Dentro sus límites, cada uno de los integrantes de
la comunidad medieval tenía asegurada –a partir del lugar social en que
nacía–su posición económica de por vida. El hijo del campesino sería campesino,
el nieto del herrero sería herrero, el bisnieto del carpintero sería carpintero.
Esta situación –también dentro de sus límites y
falencias– tenía sus privilegios. Unos y otros se beneficiaban con lo que
podría considerarse cierta estabilidad laboral hereditaria. Los campesinos,
herreros y carpinteros de cada ciudad estaban bajo la protección del ejército
correspondiente, al mando del señor feudal del lugar. La única posibilidad de
pasar de una actividad a otra era ingresar al clero o al ejército.
Contrariamente a lo que enseña la historia liberal,
el señor feudal tenía obligaciones militares y económicas. Los guerreros, los
trabajadores o productores y los monjes convivían dentro de cierta armonía. Los
que luchaban con las armas, protegían a los que producían y rezaban. Los que
trabajaban, alimentaban a los que luchaban y rezaban. Y los religiosos oraban
por los que peleaban y los que producían.
En la alta Edad Media, cuando los poblados dejaron de
ser aldeas y comenzaron a ser ciudades (“burgos”, de ahí “burgueses”),
surgieron los primeros gremios de artesanos por oficios y los primeros esbozos
de municipio. Las relaciones eran cara a cara, horizontales y solidarias. Los
artesanos y comerciantes estaban organizados en corporaciones que regulaban la
oferta y la demanda de acuerdo a las necesidades reales. No existía competencia
salvaje ni enriquecimiento especulativo.
Las revoluciones burguesas rompen aquella unidad
entre los que guerreaban, los que trabajaban y los que no luchaban ni producían
pero rezaban por unos y otros. La política, el gobierno, la administración de
la cosa pública ya no son asunto personal del monarca, sino “cuestión general
de los ciudadanos”. Es decir, una de las grandes mentiras del liberalismo.
Pero, claro, los ciudadanos necesitan delegados que
los “representen”. Es decir, otra de las grandes mentiras del liberalismo.
Luego de las revoluciones liberales aparecen, por
un lado, las instituciones “representativas” y el andamio jurídico ante el cual
“todos son iguales”. Pero por otro lado, cada uno debe arreglárselas como
pueda… y no todos son tan iguales. Esta es la gran verdad del liberalismo.
Los ideales de “igualdad, fraternidad y
solidaridad” son simplemente el anzuelo. En medio de la pesca del poder, surge
una clase a la que la cacerola todavía le sirve para comer y no para golpear.
Hoy, para ser escuchados, los miembros de esa nueva clase necesitan algo más
que una elegante olla de teflón en educadas manifestaciones barriales.
En el transcurso de la historia, el siervo medieval
que se convierte en pequeño campesino termina de asalariado en las ciudades, se
transforma en proletario y hoy es un desocupado. Los artesanos desaparecen y
los comerciantes se funden. Los señores feudales de ayer –que tenían
privilegios pero también obligaciones– son suplantados por los “representantes”
de hoy, que se comprometen con todos, y por las corporaciones financieras, que
no asumen compromisos con nadie más que con ellos mismos.
Lo cierto es que en este retorno a la nueva era
medieval estamos peor que en la vieja Edad Media. Las grandes mentiras del
liberalismo que supimos conseguir –o que no logramos evitar– nos hicieron creer
que los adelantos científicos o tecnológicos permitirían que la gente trabajara
menos horas, ganara más y disfrutara de mayor tiempo para el ocio.
Sucedió exactamente al revés: se trabaja mucho más
y se gana mucho menos. La producción es cada día más social pero la apropiación
es cada vez más individual.
Para mi generación, lo bueno es que el futuro ya
llegó. Lo malo es que Mad Max no vendrá a salvarnos.
Hasta aquí
el pensamiento de Bardini, con el que coincidimos, en los tiempos que estamos
viviendo en nuestro país, ya próximas las fechas de elecciones en las cuales
ciudadanos y ciudadanas decidiremos quienes serán los que conduzcan el timón de
la Nación, de nosotros depende la elección de los mejores candidatos para tan
ardua tarea. También hoy se trata de Volver al futuro, avanzar al pasado o de analizar
nuestro pasado para vislumbrar un futuro mejor para todos y todas.
Nuestra
responsabilidad, nuestra conciencia y en especial nuestro amor a la Patria, nos
debe poner de pie ante tamaña decisión, no dejemos que otros piensen por
nosotros, a pesar de la gran campaña mediática debemos afrontar el desafío de
hacer escuchar nuestra voz en las urnas.
No olvidemos
la consigna: LA PATRIA ES EL OTRO entonces HAY FUTURO.
Nicolás
Salcito
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