Por José
Pablo Feinmann
(Página 12 18/05/13)
Un importante fragmento del mal
abandona este mundo en que el mal es omnipresente. Que Videla se muera hoy ya
no tiene importancia. Todo el mal que quiso hacer, lo hizo. Todos los seres
humanos que quiso matar, los mató. Pocos se le escaparon. Que se muera juzgado,
preso, infamado es importante. Que se muera siendo un símbolo de la muerte,
también. Que se muera insistiendo en sus mismas sombrías convicciones revela su
coherencia, pero una coherencia que, en él, no es la firmeza moral que a menudo
admiramos en otros, es sólo la persistencia de la noche en su ser, de la muerte
que lo constituye en su núcleo más profundo. Hasta da miedo que se muera: su
muerte lo lleva al primer plano de la noticia, y él y los que son como él, los
asesinos y también los que desean la muerte de los otros, si ocupan la
centralidad, si protagonizan la primera plana de los diarios, si son las
estrellas oscuras del vértigo informático, asustan. No los queremos ahí. Ahí
queremos a los que apuestan por la vida, por el diálogo, por la verdadera
política, por verse a sí mismos en la cara del Otro, por necesitar que el Otro
viva para que me complete, porque es la alteridad que necesito para ser yo,
porque es el que quiere compartir el espacio de la democracia, ahí, queremos a
quienes son de esa manera y no podrían ser de otra al precio de traicionarse
severamente.
Videla no se traicionó nunca.
Seco, enjuto, rígido como un cadáver que vive, consumido por un odio que lo
enflaquecía al costo de entregarle las fuerzas para la devastación, fue siempre
el mismo. Siempre igual en su pasión tanática. Porque era eso: un ser pasional.
Constituido por la pasión de dar muerte a los otros. El terror era su idea del
orden. La de los cementerios, su idea del silencio. Torturar, su modo de
escuchar a los otros. Hablaba, él, poco. Sus oídos estaban abiertos a las
palabras que contenían información, las que le llegaban de la tarea de
inteligencia que tenía su lugar en los campos de la muerte. Sus oídos estaban
cerrados para la súplica de los que pedían por sus seres queridos. ¿Para qué
abrirlos? ¿Para qué escuchar palabras de seres que habían parido subversivos?
No merece ni el esfuerzo de esta
página. Menos aún si uno se empeña en escribirla bien. Buscar una buena prosa
cuando se escribe sobre Videla casi avergüenza. Theodor Adorno, en 1969,
escribía: “El autor fue incapaz de dar el último toque a la redacción del
artículo sobre Auschwitz; debió limitarse a corregir las fallas más gruesas de
expresión. Cuando hablamos de ‘lo horrible’, de la muerte atroz, nos
avergonzamos de la forma (...) Imposible escribir bien, literariamente
hablando, sobre Auschwitz, debemos renunciar al refinamiento si queremos
permanecer fieles a nuestros impulsos; pero, con esa renuncia, nos vemos de
nuevo metidos en el engranaje de la involución general”. Que no nos quite
también nuestro amor por la belleza de las palabras. Queremos que estas
palabras hoy tengan más fuerza y rigor que nunca para decir quién fue y –peor
todavía– quién seguirá siendo. Mató sin justicia. Ya con ella es condenable
hacerlo. El problema central de la filosofía no es –como decía Albert Camus,
acercándose sin embargo a la respuesta– el suicidio. O sea, decidir si la vida
merece o no ser vivida. El problema central es si hay o no hay que matar. Ese
problema, para Videla, ni siquiera existió. Jamás se hizo esa pregunta. Hay que
matar. “Morirán todos los que tengan que morir”, dijo. Pero aún en los Estados
en que rige la pena de muerte, se juzga antes a los que luego se decidirá si
son culpables o no. Antes de ese juicio son todos inocentes. Porque no sólo hay
que recordar que toda vida humana es sagrada. También que toda vida humana es
inocente hasta que se decida lo contrario por medio de un tribunal, por medio
de la Justicia. Videla mató inocentes. Creía en la incomodidad de la Justicia.
En la incomodidad de lo legal. No comprendía, no podía comprender, no quería
hacerlo, que en esa incomodidad radica el único medio de construir un orden
social que no se base en la muerte. La legalidad –le dice un periodista al
coronel Mathieu en La batalla de Argelia– es siempre incómoda. Decir –como
dicen quienes buscan atenuar sus asesinatos o acaso perdonarlos o también
justificarlos– que mató culpables porque mató gente que combatía con las armas
en la mano, gente que “murió en combate” es una banalidad, y un acto de mala
fe. La mayoría de los “combates” fueron fraguados. Esos supuestos combatientes
–casi todos masacrados, ultrajados en los campos de exterminio– ya habían muerto.
Aunque la prensa de esos años –expresándose incluso con el mismo lenguaje del
poder militar: “Fue abatido un importante cabecilla subversivo”– informara de
sus muertes en destacados titulares.
Ese fue Videla. ¿Quién seguirá
siendo? No podemos saberlo. Depende de los vaivenes de la historia. Depende de
todos los que amamos y respetamos la vida en este país. Depende de nuestra
fuerza y nuestra convicción para impedir su regreso. Porque esos que
rencorosamente dicen: “Ya van a ver cuando se dé vuelta la tortilla”. Esos, lo
quieren otra vez. Creo, sin embargo, que para quienes vivimos bajo su reino de
cementerios, no morirá nunca. Videla es el núcleo íntimo de nuestro miedo. El
secreto terror que todos llevamos en sí. Es nuestra perfecta idea del mal. De
la ausencia o de la despreocupación de Dios. O, peor, de su complicidad con ese
mal. Ese núcleo íntimo de terror que dejó en nosotros nos dice día a día que
volverá. Que el mal es la esencia más determinante de este mundo y entonces él,
que era el mal, retornará, de una u otra forma. Alguien aparecerá otra vez para
ser Videla. Pero hay en nosotros y en muchos más otro núcleo y ese núcleo es el
de nuestro amor por la vida y por la justicia y por las causas justas. Desde
ese núcleo –que día a día crece en nosotros y seguirá creciendo– impediremos
ese regreso tan indeseado, que no sólo es la perversa esencia de toda
perversión, sino también del mal, de la muerte.
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