jueves, 8 de marzo de 2012

¿CELEBRAMOS EL 8 DE MARZO?

En medio del inmovilismo lingüístico hacia el trato femenino de la Real Academia con los mismos argumentos de siempre, temblando por el triunfo de Jamenei en Irán y sus repercusiones inmediatas para la mujer, con nuevas promesas de paridad en estamentos europeos y fuera de ellos…, seguiremos una año más celebrando el 8 de marzo el día internacional de la mujer trabajadora.

Sin duda es un logro histórico que en 1945 se firmara en San Francisco el primer acuerdo internacional para proclamar la igualdad de las mujeres con respecto al hombre. Desde entonces, estrategias, normas, programas, no han conseguido mejorar la condición de la mujer.  El trabajo de Naciones Unidas en medidas legales internacionales, movilizaciones de la opinión pública, capacitación e investigación no logran objetivos mínimos aceptables.

Es tanto el desierto, tan árido; queda tanta arena por delante, que una piensa que difícilmente llegaremos al oasis, no ya de la igualdad, sino del equilibrio, del reconocimiento real de la dignidad de la mujer en todo el mundo y que un día celebraremos eso.
 

No vale la pena presentar cifras de las mujeres asesinadas por sus parejas en el 2011 y las que ya llevamos en los pocos meses del 2012, en España; ni pensar quiero en lo que debe ser en el total de la población mundial.

Si entramos en internet y nos damos a la labor de sacar cifras y datos de la barbarie que viven la mayoría de mujeres en la geografía mundial, resulta escalofriante; estos días todo un artículo de El País hablaba de la indefensión de las mujeres ante la ley en muchos estados de México: es menos gravoso ante la ley matar a una mujer que a una vaca.

Es tan larga la lista de violaciones a los derechos humanos de las mujeres que citarlas sería empezar una interminable letanía muy conocida, pero a la que no queremos hacer frente.

Cuesta trabajo creer que, en un momento histórico como el que vivimos, aún estemos tan lejos de una justicia que nos atienda, de leyes que pongan en su sitio la igualdad entre seres humanos.

Cómo entender que aquellos que han llegado a la vida en senos femeninos, amamantados por sus pechos, que han sido cuidados y mimados durante tantos años de sus vidas por lo femenino puedan ser tan ingratos, tan crueles y despiadados con el género que los parió y que se levanten contra ellas, las ignoren, que alcen muros de desigualdad contra ellas, las maltraten, las violen y hasta las maten.

Pero cómo no va a ser de otra manera si en España aún hoy se sigue argumentando para no modificar los exclusivismos lingüísticos “la costumbre en el uso”. Estamos acostumbradas a ser nombradas sin que se nos nombre; nos hemos de acoger como podemos a los géneros masculinos, a los espacios masculinos, a los trabajos masculinos, a la sociedad masculina, a la cultura masculina y, aun peor, a las iglesias masculinas. ¿Hemos de llegar a preferir ser invisibles para así lograr poder estar?

Estos días leía un bellísimo texto religioso de la cultura maya quitché, el Popl-Vuh que habla así de la creación de la mujer:

… “Dios mismo las hizo cuidadosamente y así, durante el sueño, llegaron a ser verdaderamente hermosas…”

Me puse a pensar cuánto contenido tenían tan pocas palabras; las mujeres somos según este texto de sabiduría religiosa, obra de especial esmero por parte de Dios: hermosas. ¿Cómo se sostiene entonces la misoginia, esto es, odio a las mujeres, de tantas instituciones religiosas, ente ellas la católica?

Recodé entonces este cuento sufí: Un hombre rico encontró a un pobre miserable sentado en el suelo, y le dio dos monedas de plata. Poco después, se encontró con el mismo pobre en el mercado, y lo vio contento y radiante, con una rosa en la mano. Y le pregunto: “¿No eres tú con el que me he encontrado hace poco?”. “Sí, soy yo”, le respondió: “¿Y qué has hecho con las dos monedas de plata?”, le preguntó de nuevo. Y el otro respondió: “Con una he comprado un pan para vivir, y con la otra esta rosa para tener por qué vivir”

Quizás la humanidad ha dado toda la importancia al pan, y no es para menos porque es nuestro sustento. Ha ido siempre a lo inmediato, a lo práctico; a lo masculino. Pero no basta, para vivir se necesita la rosa, la hermosura: lo bello. Yo creo que lo bello lo ponemos las mujeres en la vida, y también el pan tantas veces. Somos lo bello, y con ello no pienso que los espacios científico-tecnológico-económico… no sean también de lo femenino.

Somos lo bello y no la belleza seductora de un cuerpo explotado por la publicidad, el mercado de la estética o cualquier otro, que reduce a la mujer a unas formas corporales, añadiendo otro sometimiento más a los que llevamos cargando: tener que tener un peso, una talla, una cintura, un maquillaje o un pecho estándar, no.

Lo bello es lo gratuito; el gesto de amor añadido, el don de la vida. Hoy pese a todo este panorama seguimos ahí, amando, cuidando, amamantando a nuestros hijos varones, los futuros hombres. Es urgente que pongamos todo nuestro empeño en su educación. Hemos de educarles en otros roles, en el servicio, el cuidado, los detalles, la abnegación: lo femenino, las rosas. Hemos de educarles para que nos cuiden, nos respeten, nos tomen entre sus manos como quien toma una rosa.

Es posible que a fuerza de amarles, les hayamos confundido y no hayan aprendido que todo cuanto hacemos es por amor, pero no por inferioridad, no porque nos falte dignidad o capacidad; no les servimos porque no sepamos mandar, porque no tengamos la inteligencia o el control o el dominio. Porque lo tenemos, sabemos pasar por delante el amor y la entrega a la fuerza, el sometimiento o la violencia.

Quizás entonces aprendan a valorar a sus compañeras, respeten a sus parejas y exijan un trato de igualdad empezando por lo más simple, el signo más humano: por la lengua, por su género específico, con palabras únicas que nos designen, por un espacio propio en las construcciones lingüísticas.

Matilde Gastalver

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