Una
de las mayores conquistas de la persona humana en su proceso de individuación
es la libertad de espíritu. La libertad de espíritu es la capacidad de ser
doblemente libre: libre de las imposiciones, reglas, normas y protocolos que
fueron inventados por la sociedad y las instituciones para uniformar
comportamientos y moldear personalidades según tales determinaciones. Y
fundamentalmente significa ser libre para ser auténtico, pensar con su propia
cabeza y actuar de acuerdo a su norma interior, madurada a lo largo de toda una
vida, en resistencia y en tensión con esas imposiciones.
Y
esta es una lucha titánica, pues todos nacemos dentro de ciertas
determinaciones que son independientes de nuestra voluntad, sea en la familia,
la escuela, el círculo de amigos, la religión y la cultura que dan forma a
nuestros hábitos. Todos estos elementos actúan como superyós que pueden ser
limitantes y en algunos casos hasta castradores. Lógicamente, estos límites
tienen una función reguladora importante. El río llega al mar porque tiene
márgenes y límites, pero estos también pueden represar las aguas que deberían
fluir; entonces se desbordan por los lados y se convierten en charcos.